-Señor Jing Tao…
No sabía cómo llamarle. Con el tiempo supe que los chinos anteponen el apellido al nombre, pero a mí siempre me pareció un detalle intrascendente y seguí usando el patronímico más sencillo para mí.
Jing Tao continuó su tabla de figuras sin escucharme.
-Señor Jing Tao –repetí.
Silencio.
-No quisiera molestarle, pero es hora de cerrar.
La tarde había caído sobre un París melancólico que se apagaba, mientras otro París, el nocturno, comenzaba a despertar y a salir de sus escondrijos. Los paseos y los cafés tomaban forma, como si de una nueva ciudad se tratara.
Su talle era ahora frágil. Sus manos, ya de por sí largas, parecían dibujar silencios en el aire.
-Señor Jing Tao…
Jing Tao concluyó su último movimiento, inspiró profundamente y cerró los ojos.
-Ya está –murmuró en francés.
Se volvió para mirarme. Tenía un brillo intemporal en sus ojos.
-Lo siento, no podía interrumpir la energía en movimiento.
-No se preocupe. ¿Tardará mucho?
-Sólo recoger mis cosas.
-De acuerdo, le espero.
-Será un momento. Se lo agradezco.
-¿Quiere tomar luego un café en el bar de enfrente?
-Muchas gracias –hizo una especia de mohín al intentar sonreír-. Prefiero llegar pronto a casa.
Se quedó apilando sus enseres. Yo subí a la tienda para cerrar las persianas y dejar ordenados los papeles sobre el mostrador. Después, saqué de un estante el libro Historias y Costumbres Celtas que una clienta había solicitado por teléfono esa misma mañana y lo preparé para entregárselo al día siguiente. Me puse al hombro mi mochila y bajé de nuevo para ver al profesor.
-Señor Jing Tao…
Ya no estaba. La sala permanecía vacía y perfectamente recogida. Subí las escaleras. Ante mi sorpresa, arriba tampoco.
Se había marchado".
(Donde acaban los mapas)
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