"Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo”.
Cuando comencé a leer Cien años de soledad, aquel verano en el
que ya había cumplido los veintiséis, supe que había llegado el momento
adecuado para que la obra de García Márquez me atravesara los sentidos.
Ese inicio, y la siguiente
frase, “Macondo era entonces una aldea de
20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas
diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes
como huevos prehistóricos”, fueron la antesala de un espectáculo fascinante
que corría por páginas llenas de vida, secretos de alquimia y siglos, aromas, pisadas
de advenedizos, cortinillas
oscuras
que va dejando el alma y voces, muchas voces. Voces de muertos, de familias
rotas, de familias nuevas, de amores, traiciones, penas y dolor. De gentes que
van y vienen, y perduran o no, abocados al éxito o al fracaso más absoluto. Personajes
de tierra y luto, bodas envejecidas, hijos de la noche y el día, ferias como
balcones abiertos, sortilegios, revoluciones de antaño, sangre, huellas de lluvia,
viento, cementerios construidos para enterrar la historia de los que nos
precedieron, realismo, dignidad, verdad, sueños, magia. Campos de agua y campo
seco como metáfora de nosotros mismos.
Páginas de existencias que
marcan a fuego una estirpe entera que camina entre rastrojos hacia su
desaparición. Porque todo cabe en un siglo donde hombres y mujeres nacen condenados
a la soledad y al estigma de ver perecer su aliento en el olvido.
Y como telón de fondo, abocado
a la destrucción como en una maldición bíblica, emerge Macondo, fundada a
orillas de un río por el primer Buendía y lugar soñado por García Márquez para
ubicar la casa familiar de toda una estirpe inolvidable. Macondo, el mito, icono
de lectores y escritores durante generaciones, donde resuenan los sueños de
miles de historias que llegarían después. Como llegó para mí El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada o El amor en
los tiempos del cólera.
Siempre recordaré cómo y cuándo leí Cien Años de Soledad. Como Aureliano
Buendía recordaba cuándo conoció el hielo. Las horas de calor y lectura, los
párrafos repetidos una y otra vez ante mis ojos, siendo consciente de que
estaba leyendo algo único e inigualable.
Con la pérdida de Gabriel
García Márquez se nos marcha un autor de literatura con mayúsculas, un
referente, un genio que hemos tenido la suerte de compartir en este y el
anterior siglo, un maestro. Quizá el
último descendiente de la estirpe de los Buendía. Tal vez la sombra que vagará
por siempre entre los muros invisibles de Macondo. Descanse en paz en la
eternidad de los libros.
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