A falta de concluir mi próxima novela (ya
queda menos), os voy a contar una de mis obsesiones cuando reescribo y en las
que más empeño pongo: recortar texto. En esta fase recorto párrafos, frases,
palabras. Hace unos meses, alguien me preguntaba cuántas palabras llevaba
escritas de mi segunda novela, El
mensajero sin nombre. Ochenta y cinco mil, dije entonces. Hoy apenas quedan setenta
y cuatro mil. Podría parecer, a primera vista, que llevo escrito menos libro;
pero muy al contrario: ahora está más avanzado que nunca, porque de este último
número no voy apenas a detenerme ya en “limpiar”.
No
escribo nunca texto que piense de antemano que va a ser eliminado. Me parecería
perder tiempo desde el principio. Pero mucho de lo que escribo terminará en la papelera, aunque aún no lo
sepa.
En
total, de la presente he acortado ya cien páginas, como en su día borré
ciento cincuenta al manuscrito concluido de Donde
acaban los mapas. Y nunca me he arrepentido de ello. Duele quitar tanto
trabajo acumulado, pero la novela, y el lector, lo terminan agradeciendo.
Me
gusta la elipsis y la concisión. Creo que mi experiencia como guionista ha sido
fundamental en ello. También cuando grababa documental, y nunca acumulaba
innecesariamente planos que sabía de antemano que no iban a tener cabida. Esa
mentalidad es la que aplico cuando escribo, y la veréis en mayor medida en este segundo libro. Pienso entonces en no ralentizar la lectura y en cuidar las frases para
que intenten decir mucho en pocas palabras.
El
comienzo de El mensajero sin nombre
será muy distinto a como fue Donde acaban
los mapas. En ésta, el lento y anodino discurrir del día a día
era parte de la trama: la vida sin más, que en el fondo esconde cientos de
secretos. En mi nuevo texto, la acción y el misterio
comienzan desde la primera página.
Pero, eso
sí, mientras escribo los capítulos que faltan, sigo recortando y recortando,
sin dejarme engatusar por lo superfluo.
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